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23/10/2003 | Carlos Taibo | Estado español/política exterior - Iraq |
El Correo (23 de octubre de 2003)
 
DONANTES Carlos Taibo

Tiene su mérito seguir las explicaciones que la ministra de Asuntos Exteriores ofrece en lo que atañe a la joya de la corona de estas horas: la conferencia de donantes que debe tener a Iraq como beneficiario. Y tiene su mérito porque la zozobra verbal de Ana Palacio no puede explicarse si no es de la mano de quien alberga dudas sin cuento en lo que respecta a lo que hace. Tres son, como poco, los datos que configuran el entorno de una conferencia que, las cosas como están, parece inequívocamente condenada a un fracaso que a buen seguro se esconderá con un arrebato de retórica.
Debe subrayarse, en primer lugar, que, en un escenario en el que buena parte de la población iraquí ve con malos ojos la presencia norteamericana en el país, ésta sigue careciendo de base legal alguna. Es verdad, con todo, y mal haríamos en olvidarlo, que Naciones Unidas se muestra cada vez más propicia, pese a las apariencias, a aceptar la ocupación como un hecho consumado. A finales de mayo la ONU acató la presencia, con responsabilidades y obligaciones, de los contingentes militares foráneos, admitió que la explotación del petróleo iraquí quedase en manos de Estados Unidos y el Reino Unido, procedió a nombrar un consejero especial para Iraq y reclamó informes periódicos de los ocupantes, que en realidad apenas tenían, eso sí, mayor deber que éste. Antes que una asunción por la ONU de la tarea de la reconstrucción, lo que había era un reconocimiento legitimador, por la máxima organización internacional, de la condición de los invasores.
En ese escenario, y en segundo lugar, el sentido común invita a reprobar la pedigüeña estrategia desplegada por Estados Unidos. Washington parece dispuesto a aceptar una mayor presencia de la ONU siempre y cuando la dirección efectiva de Iraq no quede en manos distintas de las propias, y siempre y cuando otros países se muestren inclinados a aportar soldados y recursos para la presunta reconstrucción posbélica. Obligado parece recordar que Estados Unidos rechaza de plano, sin embargo, cualquier proyecto que suponga alguna suerte de concesión en lo que atañe al control del petróleo iraquí y en lo que se refiere, también, a la férula exterior ejercida sobre el país. En relación con esto último, y por cierto, Washington apuesta con claridad por crear varias bases permanentes que permitirían compensar la retirada de tropas que se registra en la vecina Arabia Saudí.
Vaya una tercera observación: hay quien ha señalado -en estas mismas páginas nos hemos ocupado del argumento- que los costes de la operación militar en Iraq, de la reconstrucción posbélica del país y del saneamiento de su industria petrolera están llamados a ser tan altos que a duras penas podrán compensarse con los beneficios allegados por esa industria. Admitamos, aun a regañadientes y en provecho del razonamiento, que esto podría ser así y que es imaginable que -si la conferencia de donantes, como parece, es un fracaso- los ciudadanos norteamericanos se vean obligados a pagar la factura a través de sus impuestos o de una prolongación de la recesión. Importa sobremanera subrayar que, mientras eso puede perfectamente ocurrir, las grandes empresas estadounidenses del complejo industrial-militar, de la construcción civil y, naturalmente, del petróleo se aprestan a obtener beneficios extraordinarios, en lo que se antoja aplicación sin fisuras de una vieja máxima: los beneficios se privatizan, en tanto las pérdidas se socializan.
Entre esas empresas no faltan -es fácil imaginarlo- las próximas a dirigentes políticos como el vicepresidente norteamericano Cheney. El 8 de marzo, y por vía de urgencia, una filial de Halliburton consiguió un contrato clasificado relativo a la puesta en funcionamiento de pozos de petróleo. El 6 de mayo se supo que a la misma filial le había sido confiada la distribución de combustible. Las guerras de Afganistán y de Iraq han permitido que Halliburton, que en 2002 declaraba pérdidas de 498 millones de dólares, pasase a exhibir beneficios de 26 millones en la primera mitad de 2003. Aunque puestos a mencionar situaciones anómalas, lo suyo es recordar que el responsable inicial, y efímero, de la administración civil norteamericana en Iraq, Jay Garner, era presidente en excedencia de una empresa, SY Coleman, que vendía al Pentágono tecnología de control de misiles: primero se procede a destruir lo que más adelante se reconstruirá, con el lucro consiguiente, desde un puesto de relieve. Agreguemos, en fin, que los primeros contratos de exportación de petróleo iraquí recayeron en una empresa norteamericana (Chevron Texaco), en compañías de países (España, Italia) que habían apoyado la acción militar de marzo y en una firma francesa que acaso se vio beneficiada por la progresiva recuperación operada en la relación bilateral entre Washington y París. ¿No sería mucho más razonable que Ana Palacio pasase la boeta por los despachos de los máximos responsables de un puñado de empresas que, en cumplida satisfacción de los objetivos que han guiado a Bush hijo en Iraq, participan activamente en un formidable expolio de recursos?
 
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