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último apunte de diario Una democracia de baja intensidad
   
 
02/07/2003 | Carlos Taibo | Estado español/España - |
El Correo (2 de julio de 2003)
 
En los últimos meses han ido acumulándose circunstancias que, mal que bien, están provocando cambios en la percepción colectiva de hechos importantes. Bastará con invocar al respecto el nombre de un petrolero que se hundió a cierta distancia de las costas occidentales de Galicia, el desprecio con que nuestros gobernantes acogieron el masivo rechazo que, en la opinión pública, suscitó una guerra aciaga y, más cerca en el tiempo, la certificación de que la política al uso se halla dramáticamente entreverada de impresentables intereses económicos que acaban por alcanzar a casi todos.
Así las cosas, por la cabeza de muchos parecen rondar, como poco, dos ideas. La primera sugiere que al cabo de un cuarto de siglo en el que casi todo lo ha inundado la estimulante operación de mirarse el ombligo y de celebrar una transición al parecer impoluta, las miserias -ninguna se antoja menor- han reaparecido con singular fortaleza, y ello, por una vez, sin necesidad de invocar el fetiche, para tirios y para troyanos, de Euzkadi. No son pocos los que empiezan a preguntarse si la democracia que tenemos no lo es de visible baja intensidad, y ello por mucho que, a tono con el triunfalismo imperante durante cinco lustros, pareciera como si semejante calificación hubiese de reservarse para dar cuenta de lo que presumiblemente ocurre en países con un pedigree democrático muy liviano.
La segunda de las ideas nos habla de un recelo desesperanzado en lo que respecta a lo que cabe aguardar de nuestras fuerzas políticas. Por lo que al Partido Popular se refiere, y por mucho que parezca cómodamente instalado, a poco que se hurga en la calidad de nuestra democracia es obligado atribuirle responsabilidades centrales. Así lo atestiguan el uso impúdico de las mayorías absolutas, el ejercicio pundonoroso de un franco despotismo parlamentario, el desprecio permanente de la oposición -y eso que la principal de las fuerzas que, en el ámbito estatal, ejerce de tal no puede ser más exasperantemente moderada-, el interesado desdén que suscita lo público, la truculenta apuesta en provecho de la telebasura, la condición impresentable de muchos de los amigos foráneos y, en fin, y sobre todo, la cómoda instalación en el mundo, siempre poco edificante, de los negocios (sin que parezcan injustificadas, por cierto, las sugerencias de que por detrás se mueven hilos para evitar que otros gobiernen). No faltan quienes, al cabo de tantos desafueros, aprecian el ascendiente de viejos y fácticos poderes sorprendentemente renacidos y nada inclinados, por lógica, a buscar fórmulas que permitan resolver problemas que, sin más, no existen a los ojos de tantos responsables del PP. Bien es verdad que esta interesada ceguera puede ser mala consejera para una fuerza política que ha perdido, y sensiblemente, capacidad de reacción.
Tampoco el Partido Socialista Obrero Español emite buenas ondas. Contentémonos con reseñar, en este caso, que se halla visible e irremediablemente entrampado. Si su secretario general, el señor Rodríguez-Zapatero, actúa enérgicamente contra la corrupción en sus filas -y le hinca el diente, más aún, a la inmersión en el mundo de los negocios de la que gustan, desde mucho tiempo atrás, muchos cuadros-, por un lado hará tambalear la nave y por el otro se pondrá en evidencia a si mismo, toda vez que en el pasado decidió hacer la vista gorda ante tantos desafueros, cuando no se amparó en quienes los protagonizaban. Y si no actúa, es inevitable que una parte significada de la ciudadanía perciba en el PSOE un culpable principal, en modo alguno la víctima, de una trama de corrupción y especulación. Como quiera que al Partido Socialista parece preocuparle más, con todo, el futuro electoral que el encaramiento real de los problemas, ello, por sí solo, invita a identificar en él, por la vía del recuerdo de lo que ocurrió entre 1982 y 1996, a un desafortunado responsable de muchas de las miserias que acompañan a nuestra democracia de baja intensidad.
Qué decir, en suma, de los demás. En un caso, el de Izquierda Unida, se encuentra sin resuello, inmersa en una crisis secular. La atención que merecen muchas de sus propuestas se ve contrapesada por la debilidad electoral de la coalición, por su precaria presencia social y, últimamente, por unos pactos con el Partido Socialista que le han restado capacidad de contestación e independencia de criterio. En el caso de los partidos nacionalistas, lícito parece recordar que algunos de ellos participan de lleno en la trama de confusas relaciones entre política y economía que nos atosiga desde hace unas semanas; esto al margen, su eventual potencial regenerador en lo que respecta al conjunto del Estado se ve lógicamente mermado por su decisión -por lo demás legítima-de ocuparse en exclusiva de lo que ocurre en el espacio geográfico que tienen por propio.
Con mimbres tan poco estimulantes como los recién referidos,
no pueden sorprender dos reacciones: la de quien prefiere refugiarse en casa -un comportamiento en cierto modo estimulado por un sistema para el que la ciudadanía no emite sino un ruido molesto- y la de quien busca caminos menos trillados como el que pasa por sumarse a movimientos -así, los que contestan la globalización en curso- de corte nuevo. Y es que la denostada condición antisistema que muchos de estos últimos exhiben se revela hoy, acaso, más justificada que nunca.
 
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