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último apunte de diario El futuro de Rusia
   
 
01/03/2009 | Carlos Taibo | Rusia - |
La Vanguardia (1 de marzo de 2009)
 
Cualquier pronóstico sobre lo que está llamado a ocurrir en cualquier parte del mundo se halla lastrado hoy por la liviandad extrema de nuestras capacidades de previsión. Rusia no es en ello, claro, una excepción, tanto más cuanto que en su caso los avatares del último cuarto de siglo, con sucesivas crisis y recuperaciones, acrecientan la dificultad de la tarea.
A la hora de evaluar lo que han supuesto los años en los que Vladímir Putin ha encabezado el país, lo primero que se impone es el recordatorio de que éste se ha visto manifiestamente beneficiado por un dato económico externo: la subida operada en los precios internacionales de la energía, al permitir la llegada de un alud de divisas fuertes, ha propiciado una etapa de relativa bonanza que le ha dado alas a algunos proyectos, y entre ellos un aparente renacimiento imperial, que permanecían soterrados.
A lo anterior se ha sumado, sean cuales sean sus dobleces, la consolidación de un poder político que ha dejado atrás muchas de las inercias de debilidad propias de la era yeltsiniana, Semejante consolidación, a menudo impregnada de ribetes autoritarios, se ha visto alentada, y esto es importante subrayarlo cuantas veces sea preciso, por las peculiarísimas circunstancias de un país cuyas dimensiones y rigores climatológicos han estimulado de siempre un engrosamiento de los aparatos estatales.
Para que nada falte, y al menos en lo que hace a los dos últimos años, ha irrumpido un elemento más en la forma de una activa provocación exterior que ha tenido como protagonista principal a Estados Unidos. La Casa Blanca, tras obviar la general connivencia con que Moscú obsequió desde 2001 a los movimientos norteamericanos supuestamente encaminados a hacer frente al terrorismo internacional, ha optado por abrazar fórmulas visiblemente agresivas. Entre ellas se cuentan un escudo antimisiles que obedece al propósito de reducir la capacidad disuasoria de los arsenales nucleares ruso y chino; una nueva ampliación de la OTAN que benefició a tres repúblicas otrora integrantes de la URSS -las tres del Báltico-; el designio de no desmantelar las bases, sobre el papel provisionales, perfiladas en 2001 en el Cáucaso y el Asia central; el franco apoyo dispensado a las llamadas revoluciones de colores en Georgia, Ucrania y Kirguizistán -con la no menos franca intención de disputar a Moscú una zona de influencia tradicional-, o, en suma, un trato comercial no precisamente generoso.
Era de cajón que ante semejante agresividad a Rusia no le quedaba más remedio que buscar otros horizontes, circunstancia que, no sin paradoja, ha venido a fortalecer la imagen, un tanto equívoca, de una Rusia pendenciera firmemente decidida a dejar atrás su docilidad de bien poco tiempo atrás. Esa imagen se ha visto apuntalada, bien es cierto, por un hecho adicional: siquiera sólo sea en virtud del tamaño y de la ubicación de su territorio, y de la ingente riqueza en materias primas que éste atesora, Rusia no puede ser en ningún caso, ni siquiera en momentos de manifiesta debilidad, una potencia regional.
Conviene oponer un contrapunto, con todo, al balance que acabamos de formular y adelantar que los problemas en modo alguno faltan en la Rusia de Putin y de Medvédev. Las frecuentes críticas que la condición autoritaria del primero ha suscitado entre nosotros se han visto acompañadas de la general aceptación de la idea de que el hoy primer ministro es, en cualquier caso, un dirigente eficiente que ha conseguido hacer realidad los proyectos que acaricia. Nada más lejos, sin embargo, de la realidad. La vertical del poder putiniana no ha conseguido reenderezar un maltrecho Estado federal, en modo alguno ha cerrado ese genuino agujero negro que ha cobrado cuerpo en Chechenia, ha acabado por transigir ante las imposiciones de los inmorales oligarcas que en los hechos dirigen el país, a duras penas ha contribuido a aminorar los ingentes problemas sociales que siguen atenazando a muchos ciudadanos y, en fin, y hablando en serio, no ha logrado recuperar para Rusia un papel de primer plano en el desconcierto internacional. Si el derrotero natural de los hechos hubiera puesto al descubierto, antes o después, esas y otras debilidades, sobran las razones para afirmar que la crisis internacional en la que nos hallamos inmersos está abocada a acelerar ese proceso y a endurecer sus perfiles.
Imposibilitados como estamos, aun así, de predecir el futuro de Rusia, no nos queda otro remedio que formular una cautelosa sugerencia: aunque la mayoría de los expertos tienden a ver en el país, en su modelo político y en su realidad económica, una rareza que al cabo hunde sus raíces en un pasado singularísimo, la combinación de flujos autoritarios y obscenos intereses privados que despunta en la Rusia contemporánea bien puede ser un espejo en el que, en un planeta indeleblemente marcado por la escasez, y en un marco de militarizado darwinismo social, se miren algunas de las democracias occidentales que tantas lecciones acostumbran a dar.
 
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