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último apunte de diario El oriente europeo tras el 11-S
   
 
18/01/2006 | Carlos Taibo | Derechos y libertades - Europa del este |
Diagonal (nº22, 19 de enero de 2006)
 
La Europa central y oriental se ha visto sujeta, por lógica, al espasmo de represión y retroceso en derechos y libertades que ha atenazado al planeta desde los atentados del 11 de septiembre de 2001. A decir verdad, y como ha ocurrido en tantos otros escenarios, antes que manifiestas novedades, en la región que nos ocupa lo que ha cobrado cuerpo es un ahondamiento de procesos que ya estaban en curso. Y es que las fórmulas autoritarias y las pulsiones militaristas en modo alguno eran desconocidas en el oriente del continente europeo.
Para tomar el pulso de la cuestión que tenemos entre manos, nada mejor que partir de lo evidente: una de las señales más claras de lo que ocurre hoy en el mundo la aporta el asentamiento, indisimulado, de un discurso que tiene su origen en supuestos expertos en seguridad y que tiende a ver en todas partes islamistas desbocados internacionalmente organizados. Semejante percepción, de visible tufo reaccionario, ha acabado por impregnar -no lo olvidemos- muchas de las visiones que abrazan gobiernos y opiniones públicas.
Las secuelas del discurso que tenemos entre manos son varias y afectan de lleno a la textura de los hechos contemporáneos en la Europa central y oriental. La primera, perfilada al calor de esa patraña intelectual que es el choque de civilizaciones, la aporta un llamativo desinterés por los elementos singularizadores de los conflictos que jalonan la región: si disponemos -viene a decírsenos- de una explicación de valor planetario que remite a las acciones de una red, Al Qaida, fanatizada e incontrolable, ¿para qué buscar claves que describan lo que sucede en cada uno de esos conflictos? El efecto, dramático, de semejante manera de razonar se hace ver con claridad en un caso como el de Chechenia: las autoridades rusas han conseguido anular el grueso de las reflexiones que sugieren, cargadas de buen criterio, que el islamismo radical es, como mucho, uno de los varios factores que hay que invocar a la hora de dar cuenta de lo que ocurre en esa atribulada república del Cáucaso septentrional.
Claro que lo anterior tiene consecuencias que exceden, y de manera preocupante, el ámbito de la mera distorsión informativa de la realidad de los conflictos: mayor relieve corresponde al hecho de que el principio del todo vale parece haberse instaurado a la hora de perfilar la naturaleza de políticas presuntamente encaminadas a encarar la amenaza terrorista, sea ésta local o internacional. Es fácil apreciar que tal manera de afrontar los hechos ha venido como anillo al dedo para afianzar las querencias autoritarias de muchos gobiernos (no sólo se trata, por cierto, en el ámbito geográfico que nos interesa, de la Rusia de Putin, como lo testimonian los flujos del mismo sentido registrados en Bielorrusia, en el Cáucaso o en el Asia central). Las nuevas legislaciones han provocado en muchos lugares un peligroso retroceso de derechos y libertades que ya de antes se hallaban bajo amenaza. A ello se han sumado el formidable impulso que en tantos países han recibido políticas de cariz aberrantemente recentralizador y -no dejemos esto en el olvido- una nueva agresión a los derechos laborales y sociales, en un marco de creciente presión productivista que bebe en la vorágine de la deslocalización y la globalización capitalista.
A duras penas sorprenderá, por lo demás, que los criterios y las medidas reseñados hayan tenido como trastienda la entronización, a menudo obscena, de fórmulas de doble rasero. El ejemplo de Chechenia acude de nuevo en nuestro socorro: el despliegue de un discurso interesado, y maniqueo, sobre el terrorismo permite utilizar con profusión el sambenito correspondiente para dar cuenta de acciones como las protagonizadas por comandos, presuntamente chechenos, en el teatro Dubrovka de Moscú o en una escuela en Osetia del Norte, y rehuirlo, en cambio, a la hora de describir lo que el ejército ruso hace cotidianamente en la propia Chechenia. Los efectos en ésta son palpables en la forma de muertos, desaparecidos, heridos, detenidos y torturados, en un marco de absoluta impunidad. Pero las medidas restrictivas de derechos y libertades arbitradas al calor de la paranoia antiterrorista se aprecian también fuera de Chechenia, en un entorno general de inseguridad legal y de falta de garantías. A tono con una percepción planetaria muy extendida, el terror de Estado no merece mayor consideración, y ello pese a que cualquier persona sensata convendrá en que el listón de exigencias debe ser más alto en lo que hace a la conducta de las fuerzas armadas que dicen serlo de un Estado de derecho que en lo que atañe a un grupo de guerrilleros desbocados.
El doble rasero del que acabamos de hacer mención se orienta, por lo demás, a la satisfacción de un objetivo: convertir en indisputable la afirmación de que los diferentes problemas que se revelan -desde conflictos bélicos hasta tensiones laborales- pueden encararse en virtud de fórmulas de cariz estrictamente policial-militar. Lo que en los hechos viene a afirmarse, a veces de manera no ocultada, es que tales conflictos y tensiones son producto del capricho, de la desmesura, de determinados agentes que deben ser, sin más, reprimidos. A los ojos de muchos expertos y políticos, y en lo que se refiere a la Europa central y oriental, pareciera como si -adelantemos un ejemplo- la inmoral privatización de buena parte del sector público de las economías, verificada en el decenio de 1990, nada tuviera que ver con las tensiones que nos interesan, ajenas también, por cierto, a la formidable expansión de la pobreza registrada en todos esos países. En esta misma rúbrica conviene reseñar que la negativa a negociar con quienes disienten, secuela inevitable de la sistemática demonización que éstos padecen, se ha convertido en un código de conducta muy habitual entre los dirigentes políticos.
En paralelo se aprecia, naturalmente, el designio de no atribuir responsabilidad alguna, en la gestación de problemas y conflictos, a las potencias occidentales y a sus aliados locales. En muchos casos las primeras se presentan como generosas aportadoras de ayuda y, cabía esperarlo, honestos adalides de la democracia. Véanse, si no, los encomiásticos adjetivos aplicados a las gestiones acometidas por la Unión Europea en el contencioso ucraniano del pasado otoño. Esta actitud de manifiesta aquiescencia hacia las potencias occidentales se ve aderezada a menudo de cierta tolerancia para con el renacimiento de un proyecto neoimperial como el que despunta por momentos en Rusia: no está de más que ésta ponga orden en su patio trasero. Hay que reconocer, eso sí, que tales percepciones suelen proceder de fuentes distintas. Reflexiónese sobre el hecho de que lo ocurrido en los dos últimos años en Georgia, Ucrania y, más recientemente, Kirguizistán ha suscitado dos lecturas que rara vez se consideran al unísono: mientras la primera se reclama de un cuento de hadas que viene a sugerir que los nuevos gobernantes van a resolver de un plumazo, y con instinto solidario, los muchos problemas que acosan a esos países, la segunda no ve sino una subterránea operación estadounidense orientada a desequilibrar a gobiernos que, por lo que parece, eran un dechado de perfecciones (y a disputarle a Rusia, por añadidura, su zona de influencia). De la mano de estas dos simplificaciones, esgrimidas por separado, es difícil que las amordazadas sociedades civiles de la Europa central y oriental asuman una visión crítica de lo que ocurre en los entresijos del poder.
Es preciso agregar una última observación sobre la condición presente de la Europa central y oriental. La región se encuentra emplazada en un escenario de innegable relieve estratégico y económico, en virtud del cual los impulsos autoritarios y represivos varias veces invocados experimentan un auge aún mayor. El espacio que nos ocupa se halla muy próximo, por un lado, de zonas calientes como las que alberga el Oriente Próximo y configura, por el otro, un recinto razonablemente importante en lo que respecta a la producción -Rusia, la cuenca del Caspio- y el transporte de materias primas energéticas muy golosas.
Hablamos, por lo demás, de un área del planeta que configura para Estados Unidos una interesantísima atalaya desde la cual supervisar los movimientos de potencias eventualmente competidoras, cual es el caso de Rusia, China, la India y la propia Unión Europea. Al respecto no está de más rescatar que una línea mayor de la política exterior norteamericana es la que apunta a cortocircuitar cualquier aproximación acometida por rivales poderosos. Tal ha sido la conducta de Washington, sin ir más lejos, en lo que hace a imaginables acercamientos entre la Unión Europea y Rusia, que podrían abocar en la gestación de una macropotencia euroasiática en la que se diesen cita la riqueza de la primera, por un lado, y la profundidad estratégica y las materias primas de la segunda, por el otro. De resultas, Estados Unidos habría procurado atraer hacia sí en los últimos años a Rusia por efecto, ante todo, del designio de trabar cualquier allegamiento de Moscú a la UE. Una circunstancia similar se habría abierto camino en lo que atañe a eventuales aproximaciones entre China y Japón: Washington ha contemplado con singular recelo, de siempre, la posibilidad de que, pese a sus desavenencias de estas horas, Pekín y Tokio, que dependen sobremanera del petróleo del golfo Pérsico, construyan un gigantesco conducto que, desde el Asia central ex soviética, y luego de cruzar el territorio continental chino, debería rematar en los puertos japoneses. El conducto mentado podría sentar los cimientos de un delicado contrapeso para la hegemonía norteamericana en Asia y, por ende, en todo el planeta.
Si hay que arribar a una somera conclusión, la más sencilla es la más provocadora: los cambios registrados en la Europa central y oriental en los últimos cuatro años parecen acrecentar, pese a algunas apariencias, la dependencia externa de la región y nos emplazan directamente ante un escenario en el que no faltan los rasgos de tercermundización, con los aditamentos tradicionales. Entre estos últimos se cuentan visibles escisiones sociales, sociedades civiles muy débiles, militarizadas huidas hacia adelante y gobernantes autoritarios que campan por sus respetos.



 
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