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último apunte de diario La invención de Normandía
   
 
10/06/2004 | Carlos Taibo | Memoria - Estados Unidos |
El Correo (10 de junio de 2004)
 
Días atrás en modo alguno se me hubiera pasado por la cabeza terciar en un
debate -el que al cabo ha cobrado cuerpo entre nosotros- sobre el enésimo
aniversario del desembarco de Normandía. Dos razones hay, sin embargo, para
hacerlo ahora: si la primera recuerda que el sesenta aniversario de los
hechos de 1944 ha sido interesadamente empleado por los gobernantes
estadounidenses en un momento no precisamente cómodo para éstos, la segunda
subraya el peso ingente de lecturas hagiográficas que olvidan, con
formidable desparpajo, datos fundamentales.
Avancemos al respecto que con frecuencia se ha ignorado en los últimos días
lo que a los ojos de la abrumadora mayoría de los historiadores es
evidente: el desmoronamiento de la Alemania hitleriana no fue la
consecuencia de un desembarco, el de Normandía, que llegaba demasiado
tarde. Fue, antes bien, el Ejército soviético el que, con su presión en el
Este, provocó un visible desfondamiento de su homólogo alemán. Así las
cosas, Normandía respondió a un propósito que, fácil de entender, obliga a
desmarcar el desembarco, con todo, del objetivo central de acabar con la
Wehrmacht: se trataba, sin más, de disputarle a la URSS el mérito del éxito
final que se auguraba y de preservar, de resultas, para EE UU un activo
protagonismo en la Europa de la posguerra. Digámoslo de otra manera: la
operación exhibía una dimensión claramente interesada, en virtud de la cual
la derrota del enemigo pasaba a un segundo plano.
Ignorar lo anterior se antoja tan grave y ocultatorio como vincular en
exclusiva los movimientos de la URSS con el legítimo deseo de afianzar un
parachoques de seguridad que permitiese evitar la repetición de una
invasión como la de 1941. Aunque a buen seguro que la URSS acariciaba tal
propósito, por detrás de su conducta se apreciaba también un espasmo
imperial que, adobado de rasgos represivos, por fuerza tenía que llenar de
descontento a las poblaciones de los países ocupados por lo que aún
entonces se llamaba Ejército Rojo.
Pero es que -y vamos ahora a lo principal- una disputa de perfil similar
afecta a la consideración del papel asumido por EE UU en la Segunda Guerra
Mundial entendida como un todo. No se trata de negar que muchos
norteamericanos ofrecieron su vida para derrotar a regímenes aborrecibles.
Tampoco se trata, en modo alguno, de olvidar el papel, sin duda relevante,
que correspondió a Washington en el aprestamiento de la poderosa maquinaria
militar aliada. Pero en jornadas como éstas es obligado poner las cosas en
su sitio y subrayar cuantas veces sea preciso que la conducta de los
gobernantes estadounidenses respondió, también, a intereses tan singulares
como mezquinos.
Y es que no está de más recordar, por lo pronto, que la intervención de
Washington en la Segunda Guerra Mundial se verificó de forma ostentosamente
tardía, y sólo cobró cuerpo -curiosa solidaridad ésta- cuando se registró
una efectiva agresión japonesa. Sabido es, por lo demás, que algunas
versiones conspiratorias sugieren que el presidente Roosevelt, pese a
conocer que tal agresión se estaba preparando, nada hizo para evitarla, y
no precisamente para, de esta suerte, encontrar un argumento con el que
justificar, ante la opinión pública norteamericana, la inmersión en la
guerra: mucho más habrían pesado las presiones de un complejo
industrial-militar a los ojos del cual el conflicto bélico se perfilaba,
claro, como un negocio saneadísimo.
Nadie obtuvo, por lo demás, beneficios mayores que los que extrajo EE UU de
la segunda contienda mundial. El país emergió de ésta como la principal
potencia planetaria, tras dejar atrás a quienes antes de 1939 bien podían
considerarse sus competidores: Alemania, Francia, Japón, el Reino Unido y
la URSS. No sólo eso: a diferencia de lo ocurrido en estos últimos, el
territorio continental norteamericano no padeció los efectos de la
destrucción bélica y quedó indemne en sus infraestructuras industriales. En
adelante, y por añadidura, EE UU pudo ejercer una férula directa sobre
economías tan jugosas como la alemana y la japonesa, al tiempo que accedía
a un control exhaustivo de lo que ocurría en la mitad occidental del
continente europeo. Para cerrar el círculo, en fin, los muertos provocados
por la participación norteamericana en la guerra (400.000) estaban a años
luz de los dejados sobre el terreno -y propongamos un ejemplo entre varios-
por la URSS.
El simple recordatorio de los datos anteriores obliga a concluir que la
participación activa de EE UU en la Segunda Guerra Mundial obedeció, en una
de sus claves decisivas, a los intereses propios de una gran potencia que
no se olvidaba de sí misma. Quien estime que esa participación respondió,
poco menos que en exclusiva, al propósito de apuntalar la causa de la
democracia y de la libertad parece un tanto fuera del mundo. Y al respecto
tan importante es rescatar la activa colaboración dispensada por la Casa
Blanca, al cabo de unos años, al régimen del general Franco como subrayar
que, hoy mismo, y en Irak o Afganistán, Estados Unidos -su elite dirigente-
no pelea sino para defender, obscenamente, sus propios intereses por mucho
que los edulcore con gastada palabrería.
 
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