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último apunte de diario Más sobre el petróleo
   
 
31/03/2003 | Carlos Taibo | Iraq - Petróleo |
El Correo (31 de marzo de 2003)
 
Al lector poco atento ha podido pasarle inadvertido algo que se ha revelado en los combates librados en la parte más meridional de Irak: objetivo principal de los contingentes militares estadounidenses y británicos ha sido garantizar que los pozos de petróleo experimentaban los menores daños imaginables. Es difícil que al calor de semejante circunstancia no haya recobrado algún peso la disputa relativa a la importancia del negocio petrolero en la determinación de la política norteamericana de estas horas.
No es cosa, con todo, de repetir aquí argumentos que se han expresado con profusión. Sabido es, sin ir más lejos, que Irak atesora las segundas reservas de petróleo del planeta, que en su territorio hay muchas regiones inexploradas y que la extracción resulta comúnmente barata. Nadie ignora, en un plano distinto pero paralelo, que Estados Unidos debe encarar una creciente vulnerabilidad energética o que en el mundo occidental se puja por inaugurar una nueva era que se espera cobre cuerpo merced al crudo barato.
Aun con esos datos en la mano, en los últimos tiempos han proliferado -ante todo entre los defensores de la agresión norteamericana contra Irak- los argumentos que recelan del petróleo como presunta explicación, o al menos como explicación central, de la política que abraza EE.UU. Uno de ellos merece singular atención por cuanto parece enunciar un hecho incontrovertible que, conforme a determinada lectura, obligaría a rechazar la explicación que nos ocupa.
La tesis en cuestión, cada vez más extendida, viene a señalar que los costes que acompañan a la operación militar estadounidense están llamados a ser tan altos que a duras penas podrán compensarse, al menos en el corto y en el medio plazo, por el imaginable negocio derivado de la explotación del petróleo iraquí. Piénsese -se nos dice- que entre esos costes deben contabilizarse los generados por la operación militar, los vinculados con las necesidades de reconstrucción posbélica y los provocados, en fin, por la acuciante necesidad de invertir en una industria petrolera, la de Irak, que al cabo de doce años de sanciones internacionales muestra un alarmante deterioro y un visible desfase tecnológico.
Aunque, como hemos adelantado unas líneas más arriba, el argumento que acabamos de glosar tiene su peso -no es en absoluto despreciable- bien puede errar, con todo, en el tiro. La manera más inteligente de contestarlo consiste en recordar que detrás de un nombre propio, Estados Unidos, se esconden realidades muy diferentes. Es más que probable, entendámonos, que el norteamericano de a pie, y con él el contribuyente, tenga que pagar algunos platos rotos o sufra, en otra clave imaginable, los efectos de una recesión económica relativamente importante. No parece que vaya a ocurrir lo mismo, en cambio, con los gigantes estadounidenses del petróleo y con las empresas que se mueven al calor de éste y de las tareas de reconstrucción posbélica en Irak. Mientras muchos norteamericanos perderán en el envite, Amoco, Texaco, Chevron, Exxon o Halliburton saldrán bien librados. Como en tantos otros escenarios, lo que se barrunta se ajusta a una vieja máxima: los beneficios se privatizarán en tanto las pérdidas se socializarán.
En socorro de la interpretación que acabamos de invocar acude una circunstancia cuyo relieve no puede rebajarse: en la primera línea del gobierno norteamericano -de la Administración, como se acostumbra a decir ahora con manifiesto desprecio de la lengua- se hallan gentes que han crecido a la vera de la industria del petróleo. Es el caso, sin ir más lejos, del presidente Bush, del vicepresidente Cheney o, en fin, de Condoleeza Rice, la consejera Nacional de Seguridad.
Agreguemos, con todo, una observación más: quienes gustan poco de las explicaciones que sugieren que el petróleo es un dato decisivo para entender los movimientos de los dirigentes norteamericanos del momento tendrán más de un problema para dar cuenta de lo que, desde 1999 y hasta hoy, han señalado con meridiana claridad Paul Wolfowitz y Richard Perle, los cerebros grises de la política exterior estadounidense de principios del siglo XXI. Y es que tanto Wolfowitz como Perle no han dejado de reclamar con energía e insistencia que Washington mueva sus peones para evitar que el negocio del petróleo iraquí quede en manos de empresas rusas, francesas y chinas. Desmentir a dos personajes tan importantes se antoja procedimiento poco recomendable, al menos para aquéllos que, entre nosotros, viven inmersos en la perpetua adoración de lo que postula, desde la Casa Blanca y aledaños, la derecha norteamericana más ultramontana.
 
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