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último apunte de diario ¿Hacia dónde va la Ucrania oriental?
   
 
21/05/2014 | Carlos Taibo | Rusia - Ucrania |
Russia beyond the headlines (mayo de 2014)
 
El ritmo de los acontecimientos que se registran en la Ucrania oriental dificulta cualquier pronóstico serio sobre el futuro. A ello se suman las secuelas de una pesada herencia de la que forman parte artificiales fronteras, proyectos hipercentralizadores, oligarcas que campan por sus respetos en parlamentos monetizados y lógicas imperiales como las que abrazan las potencias occidentales y Rusia. De resultas, no está claro si las reglas del juego que hemos creído identificar en los últimos veinte años siguen sirviendo de algo o, por el contrario, conviene tirarlas sin más por la borda.

Aunque lo que ocurre en la Ucrania oriental guarda estrecha relación con lo que aconteció en Crimea en marzo, lo suyo es llamar la atención sobre tres diferencias importantes. Frente a lo que sucede en el este de Ucrania, Crimea es un espacio geográfico acotado, en su territorio se hallaban presentes, desde antes de la crisis, contingentes militares rusos nada despreciables y en la península había, por añadidura, una indisputable mayoría de población rusa. En relación con esto último importa subrayar que, al menos en una primera aproximación, no ocurre lo mismo, en cambio, en la Ucrania oriental, en donde, estadísticas oficiales en mano, en las regiones de Lugansk y de Donetsk las gentes que se declaran rusas no constituyen, o no constituían, la mayoría de los habitantes. Cierto es que al respecto hay quien concluye que en las últimas semanas ha podido cambiar la adscripción étnica de muchos rusohablantes que hasta hace poco se consideraban, sin embargo, ucranios.

Parece innegable, aun con todo, que en la Ucrania oriental no han faltado las personas decididas a repetir lo que se abrió camino en Crimea en marzo. Cuando algunas de ellas se lanzaron a la tarea de ocupar edificios públicos, lo lógico es asumir que colocaron en situación delicada, pese a las apariencias, a su teórico aliado ruso: si, por un lado, Moscú no podía dejar de apoyar, siquiera simbólicamente, a las milicias prorrusas, por el otro el derrotero de los hechos dificultaba la busca de un acomodo con unas potencias occidentales decididas a respaldar la integridad territorial de Ucrania. Y es que muchos analistas concluyen que Rusia había dado por zanjada la crisis con la anexión de Crimea, de tal forma que, en el mejor de los casos, se reservaba el derecho a ejercer en Ucrania presiones blandas como las vinculadas con los precios del gas o con la negociación de la deuda de Kíev. Aunque sobre el papel Moscú se sentía vencedor en la contienda librada, las consecuencias últimas de la crisis podían no ser tan saludables para el Kremlin, acaso abocado a aceptar que Kíev estaba llamado a escapar definitivamente de la zona de influencia rusa.

Sobre el panorama descrito se levantó el acuerdo firmado en Ginebra el 17 de abril. El desarme de las milicias prorrusas debía compensarse con una generosa amnistía, al tiempo que las autoridades ucranias aceptaban una federalización del país. Más allá de ello, Moscú se avino a reconocer como interlocutor al gobierno ucranio en tanto éste obvió cualquier reivindicación en relación con una disputa, la de Crimea, que se antojaba definitivamente cerrada. Es verdad que sobre el acuerdo de Ginebra pendían dos grandes dudas: mientras la primera hacía referencia al ascendiente de Moscú sobre los rebeldes prorrusos, la segunda remitía a la limitada credibilidad de un gobierno ucranio de transición que prometía para el futuro reformas constitucionales de tono federalizante.

Sabido es que hasta la fecha lo acordado en Ginebra no ha sido objeto de aplicación. Mientras el ejército ucranio ha lanzado varias ofensivas en la parte más oriental del país, las milicias prorrusas se han negado a abandonar los edificios que ocupaban. Desde el 17 de abril hasta hoy se han manifestado, aun así, dos novedades importantes. La primera la configura un giro, de relieve difícil de evaluar, en la posición rusa en relación con Ucrania, plasmado en el designio de retirar los contingentes militares apostados en la frontera con aquélla y en un apoyo de Moscú a las elecciones presidenciales previstas para el 25 de mayo. Ninguna de estas decisiones ha llenado de contento a los dirigentes prorrusos locales. Aun cuando este giro en la política del Kremlin encaja con la tesis general que aquí se maneja, es lógico vincularlo, también, con una progresiva toma de conciencia en lo que se refiere a los riesgos derivados de un deterioro irreparable en las relaciones con el mundo occidental. Si es legítimo que se sopese críticamente la credibilidad de la nueva posición rusa, bueno sería que se asumiese una conducta similar en el caso de las potencias occidentales y, con ellas, en el de la OTAN.

La segunda novedad ha llegado de la mano de los referendos celebrados el día 11 en Lugansk y en Donetsk, en condiciones de nulo rigor democrático y con resultados poco creíbles. En el momento en que estas líneas se escriben las declaraciones de independencia subsiguientes no parecen haber suscitado en Moscú, que ni acata ni rechaza, las mismas urgencias y el mismo entusiasmo que en Crimea. Bueno es recordar, sin embargo, que las tensiones en Ucrania no se limitan a las dos regiones mencionadas, sino que se extienden, con diferente intensidad, a todas las tierras situadas al este de una línea que separa Járkov y Odesa.

Son demasiadas las incógnitas para valorar qué está llamado a suceder en Lugansk y Donetsk. Entre los elementos que hay que considerar se cuentan las acciones del ejército ucranio, y de unos u otros grupos paramilitares, las secuelas de las presidenciales del 25 de mayo –caso, claro, de que se celebren-, los movimientos de unas potencias, las occidentales, que llevan años procurando un cerco nada amistoso sobre Rusia, y, en fin, la conducta de esta última. En una primera y provisional aproximación parece servida la conclusión de que, aunque Moscú ha empezado a asumir que las posibilidades de conservar Ucrania bajo control han menguado sensiblemente, no mejorarían de producirse un reconocimiento ruso de nuevas independencias y, menos aún, de verificarse la anexión de los óblasti de Lugansk y Donetsk.

En un escenario en el que cabe preguntarse si queda todavía algún margen para la federalización de Ucrania, y para un trato fiscal más generoso con las regiones orientales de ésta, por momentos se hace evidente que, para entender el futuro, son dos los datos que despuntan. Si el primero lo aporta el papel amortiguador que corresponde a los oligarcas ucranios –en su mayoría radicados en el este-, con un ojo en Bruselas y otro en Moscú, el segundo lo determina la necesidad rusa de seguir acopiando las divisas que proporcionan las ventas de gas a la UE. Ante semejante panorama, y a expensas de las novedades que puedan llegar, hay quien intuye que en el oriente ucranio bien puede perfilarse un horizonte similar al que se hizo valer en Transdnistria desde 1992 y al que se reveló en Abjazia y Osetia del Sur entre ese año y 2008.
 
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